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LA PIRÁMIDE, EL TRIGO Y LA CUADRATURA DEL CÍRCULO. (J. Olona. Heraldo de Aragón 24-10-2010)

El progreso de la humanidad depende, en gran medida, de su capacidad para alimentar a la población liberarando, al mismo tiempo, recursos para otros fines. Esto implica un continuo crecimiento de la productividad agrícola, que a lo largo de los tiempos ha aumentado de forma excepcional. El Antiguo Egipto consiguió liberar del campo al 5% de su población total, lo que resultó determinante para su desarrollo. La Gran Pirámide pudo requerir una inversión equivalente a 1 millón de Tm de trigo.  Más o menos, es el excedente que tuvieron que generar los tres millones de agricultores existentes para sostener a las 100.000 personas, con sus correspondientes familias, que  trabajaron durante 20 años en la construcción del monumento.

El incremento experimentado por la productividad del trabajo agrícola, ha sido la clave para que en el mundo avanzado actual, menos de un 5% de la población total, sea capaz de alimentar a más del 95% restante. El trabajo de un año de tan sólo mil agricultores actuales resulta suficiente para producir la misma cantidad de trigo obtenida por los tres millones de agricultores del Antiguo Egipto, trabajando de sol a sol durante 20 años. Así, en 3.000 años y gracias a los sucesivos avances tecnológicos, la productividad de los agricultores se ha multiplicado por 60.000. La tecnología agraria ha permitido que la mayoría de la gente del mundo desarrollado actual pueda dedicarse a otros menesteres ajenos al campo. Sin esa tecnología, nuestra cultura simplemente no existiría y, con toda seguridad, este mundo en el que mueren de hambre diez niños cada minuto, sería todavía peor.

Los sucesivos avances e innovaciones agroalimentarias, de un modo u otro basados en la ciencia y en la tecnología, han sido claves para que la economía actual se haya extendido mucho más allá de la satisfacción de las necesidades vitales. Habiendo contribuido a liberar ingentes cantidades de recursos de todo tipo, la tecnología agraria ha permitido destinarlos a muy diferentes fines de desarrollo y bienestar. Hace 3.000 años, un millón de Tm de trigo representó una  inmensa riqueza: la que exigió la Gran Pirámide. Sin embargo, hoy en día, esa misma cantidad de trigo, puede comprarse por 150 millones de Euros, importe que no alcanza para construir 3 km de autopista.

La descomunal devaluación histórica sufrida por el trigo, y en general por las materias primas agrícolas, aunque no ha beneficiado a los agricultores, ha resultado determinante para el desarrollo económico y el bienestar general. La disponibilidad de alimentos, cada vez  más baratos y seguros, no sólo generaliza el acceso a la alimentacion, sino que hace posible extender el consumo y la demanda a otros muchos productos y servicios no alimentarios, que suponen entre el 85 y el 90% del PIB de las economías desarrolladas. La importancia, urgencia y necesidad de proveer de alimentos asequibles a los más de 2.000 millones de pobres y hambrientos, ya no es cuestión de economía, sino de justicia y dignidad.

El mundo, tanto el desarrollado como el que quiere serlo, exige alimentos más y más baratos, al tiempo que también exige precios más altos para sus productores. Esto conduce a un complejo dilema. No existiendo recetas mágicas, sí hay caminos equivocados e, incluso, disparatados. Por ejemplo, poner la agricultura al servicio prioritario del conservacionismo en vez de a la alimentación. O, por ejemplo, apostar preferentemente por la agricultura tradicional, en vez de hacerlo por su mejora en base a los avances científicos y tecnológicos. La idea, muy extendida en la UE, de que la tecnología proporciona alimentos inseguros o peligrosos, siendo falsa, supone una de las principales barreras para afontar en serio el dilema agroalimentario. Pretender abaratar los alimentos y elevar las rentas de los agricultores, sin innovación, es como intentar dibujar, con la única ayuda de una regla y un compás, un cuadrado de la misma área que un círculo dado, algo matemáticamente imposible de lograr.

AGROALIMENTACIÓN: comprar caro y vender barato (J. Olona. Heraldo de Aragón 26-09-2010)

ES NECESARIO UN REPARTO DE BENEFICIOS MÁS JUSTO Y EQUITATIVO, PERO EL VERDADERO PROBLEMA, AUNQUE NO PAREZCA, ES CASI NO HAY BENEFICIOS QUE REPARTIR.

Suele ser habitual que los precios de los alimentos suban y las rentas de los agricultores bajen. No obstante, la preocupación por este problema ha motivado un interés creciente por el análisis de la cadena de valor y la formación de los precios de los alimentos. Los estudios llevados a cabo por el Observatorio de Precios de los Alimentos adscrito al Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino (MARM) ponen de manifiesto los siguientes hechos:

1)       Que lo que pagamos los consumidores finales por los alimentos suponen incrementos muy notables en relación con lo que perciben los productores.

2)       Que el beneficio global generado por los precios de venta al público de los alimentos, por lo general, es muy pequeño.

3)       Que el escaso beneficio generado por la cadena alimentaria se reparte muy mal entre sus tres  componentes fundamentales: agricultura, industria y distribución.

Por ejemplo, en 2008, el incremento que supuso el precio pagado por los consumidores finales por los filetes de cerdo supuso un 239 % con respecto al precio percibido por los ganaderos. Pero el beneficio global generado por cada euro pagado por el público (IVA incluido) tan sólo generó 0,8 céntimos. Estos pocos céntimos fueron el beneficio obtenido por el conjunto de la cadena, es decir, a repartir, entre los que crían y engordan los cerdos, los que los sacrifican y convierten en filetes y los que los ponen a nuestra disposición para que los podamos llevar al plato. ¿Cómo se repartió realmente tan exigüo beneficio? Pues bien, a los ganaderos no sólo no les llegó nada sino que tuvieron que poner dinero de su bolsillo, ya que los precios que cobraron no cubrieron sus costes. El escaso beneficio se quedó, casi en su totalidad, en la distribución, trabajando la industria cárnica prácticamente a coste.

Estos análisis ponen de manifiesto que el incremento de precios que sufren los alimentos, en relación con los que perciben los productores, es consecuencia, fundamentalmente, de unos costes verdaderamente enormes, no todos eliminables. Conviene pensar, por ejemplo, que no todo el cerdo son filetes y jamón o en la complejidad que supone obtener filetes listos para freir partiendo de un cerdo vivo.

Siendo muy grandes los costes, y muy pequeño el beneficio global, el resultado es que la industria alimentaria, como proveedora de la distribución, se las ve y se las desea para cubrir costes. Obviamente, el problema se agrava para los proveedores principales de esta industria, que no son otros que los agricultores y ganaderos.

Podría pensarse, y se hace habitualmente, que la solución está en reducir los márgenes de la distribución pensando que de ese modo llegará más beneficio a los productores. Pero conviene tener presente que la distribución ajusta sus márgenes, preferentemente y como es natural, a favor de sus clientes, es decir, de los consumidores finales, a quienes intenta atraer en una dura competencia por lo “bueno, bonito y barato”. Por supuesto que es necesario un reparto de beneficios más justo y equitativo, pero el verdadero problema, aunque no lo parezca, es que casi no hay beneficios que repartir.

Cuando la estructura de precios y costes no permite remunerar correctamente a todos los agentes de la cadena, como es el caso de la agroalimentación, los paganos son los que integran el eslabón más débil de la misma. En este caso hay dos eslabones débiles: los agricultores y, también, por su carácter atomizado, la agroindustria. Las soluciones no son evidentes ni fáciles. En alimentación nadie quiere oir hablar de aumentar precios de venta al púbico, ni siquiera aunque aumente el IVA. Sólo se admite reducir costes y ésto es justamente lo que se hace utilizando la tecnología. Pero el problema es que los agricultores se arruinan. Nuestra sociedad debe empezar a reflexionar muy seriamente sobre si verdaderamente todas sus exigencias alimentarias, algunas de ellas meramente formales, cuando no caprichosas, están verdaderamente justificadas en términos de salud y bienestar y, sobre todo, si está dispuesta a pagar lo que realmente cuestan, cosa que no hace.